Griselda en el reino amurallado
Presentación
¿Qué sucede cuando los sueños no coinciden con la realidad? ¿Y qué pasa cuando esa realidad, además, ya fue cuidadosamente empaquetada para el consumo turístico? Griselda en el reino amurallado es un cuento corto que transita con sutileza entre lo realista y lo distópico, explorando la tensión entre la nostalgia por una Inglaterra idealizada y el desconcierto ante un Londres contemporáneo, diverso y fragmentado.
Desde una mirada crítica pero también sensible, el cuento juega con lo simbólico y lo absurdo para preguntarse qué significa “pertenecer” a un lugar —o simplemente visitarlo— cuando ese lugar ha cambiado, o cuando nunca fue como nos lo contaron.
Una vez en el metro, trató tímidamente de acomodar su
equipaje sin incomodar a los silenciosos pasajeros. Para su sorpresa, el tren
avanzaba a cielo abierto: nada que ver con el subte de Buenos Aires, que
circula entre túneles oscuros. De pronto, una voz masculina, con la textura
metálica de una radio antigua, la sacó de su ensimismamiento:
“This is a Piccadilly line service to Cockfosters. The next station is:
Boston Manor.”
Griselda sintió una vibración en el pecho: aquel torrente de
acento británico era, para ella, una especie de bendición sonora. Sin embargo,
nadie a su alrededor hablaba. Los pasajeros parecían figuras de cera, con los
rostros hundidos en las pantallas de sus teléfonos. Ella, en cambio, observaba
todo con una mezcla de asombro y ternura, tanto dentro como fuera del vagón. A
través de la ventanilla, alcanzaba a ver barrios de casas adosadas, de
ladrillos oscuros y jardines prolijos: la postal que tantas veces había
imaginado.
Cuando el tren se detuvo en King's Cross, vio por primera
vez a un grupo de hombres de túnica blanca, con barbas negras y turbantes. Los
observó con curiosidad hasta que las puertas se cerraron. Otra vez, la voz de
los altavoces interrumpió el silencio para anunciar su estación: Arsenal.
Griselda se calzó la mochila, tomó el carry-on de la manija
y se abrió paso entre dos niños con uniforme escolar. Al salir a la calle,
sintió una extraña desolación. No había nadie. Miró a ambos lados: aceras
vacías, negocios cerrados, paredes húmedas donde se leían viejos afiches
resistiendo la lluvia:
“We want our country back!”
“Stop the invasion!”
Desconcertada, vio acercarse un taxi negro que acababa de
dejar pasaje en la estación. Lo detuvo. Con su mejor inglés —españolizado— le
pidió al conductor que la llevara a alguna zona “habitable”, donde pudiera
encontrar gente y un hotel. Para ir a lo seguro, pidió que la dejara en el
centro.
Durante el trayecto, Griselda no pudo evitar comparar lo que
veía con lo que había soñado. Los colectivos rojos estaban ahí, sí, pero
conducidos por hombres hindúes; carteles de comida paquistaní empezaban a
desplegarse sobre las aceras; y el conductor hablaba de “dis and dat” en lugar
del tradicional sonido “th”.
¿Dónde estaban los ingleses?
Minutos más tarde, el taxi se detuvo junto a una gran muralla de piedra. El chofer cobró el viaje, Griselda bajó con su equipaje y quedó parada frente a lo que parecía una fortaleza. Sobre los muros, alcanzaba a ver el Parlamento, la catedral de San Pablo y el Gherkin, todos cuidadosamente colocados a orillas de un río que simulaba ser el Támesis. Grúas gigantes trasladaban edificios enteros para reubicarlos dentro del perímetro. Incluso el Hyde Park llegaba montado sobre ruedas, con sus ardillas y estanques.
Griselda dio unos pasos hacia la entrada, donde podía leerse:
“Welcome to Britain.”
Algo titubeante, se acercó a un hombre de negro que parecía oficial de inmigración. Le explicó que había llegado como turista, solo por unos días, que no pensaba hacer más que visitar lugares emblemáticos y tomar el té en algún rincón de la ciudad. El oficial, cortés pero firme, le hizo algunas preguntas rutinarias. Con una compostura irreprochable, y tras concluir los trámites migratorios, abrió el pasador del portón de hierro y la dejó pasar.
La campana del Big Ben marcó una nueva hora.
Afuera quedó el taxista, retomando su camino entre aromas de curry, túnicas blancas y carteles rotos. Griselda, por fin, estaba en el lugar que siempre había soñado. O en algo muy parecido.
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